KINU#1
LANTALDEA


Cantos / Kontuz
CAMILA TÉLLEZ



Sobre la intensidad sonora
del agua 
y otros cantos
en el encuentro con Elena Aitzkoa
bajo el puente de la autopista.



Tres meses atrás, una persona muy querida me envió un cristal de cuarzo ahumado por correo. Un cuarzo excepcional, que cabe perfectamente en el interior de la mano empuñada. Pero lo excepcional de esta piedra no es su tamaño, sino que cuando miras con atención su interior poblado de accidentes, en una de sus grietas, alcanzas a ver una pequeña burbuja de aire. Al mover el cuarzo de un lado para otro, la burbujita se desplaza con suavidad, recorriendo la grieta en toda su extensión. Me resulta impresionante pensar que en el momento en que ese cuarzo nació y se hizo cristal, un agua muy antigua quedó atrapada en su interior y con ella una pequeña burbuja de aire. Capturadas en el mismo espacio, una enuncia a la otra y su íntimo movimiento, las hace visibles. 


Anoche dormí acompañada de esa piedra y hoy, durante la grabación, la llevaba conmigo en mi bolsillo. Teníamos un diálogo silencioso y susurrante sobre las aguas…


 

Otro texto habría continuado al párrafo anterior, pero la serie de acontecimientos excepcionales que ya todos conocemos, postergaron el inicio de esta escritura y hoy, por increíble que esto suene, el mundo ya no parece ser el mismo que hace un mes atrás. Así es que venciendo la dificultad de la desconcentración, el desborde informativo y el fuerte influjo de otros ríos y otros rumbos, esta escritura –como muchas veces ha sido en la historia de los espacios interiores–, seguirá siendo una vía de escape al confinamiento, un viaje fragmentado a un pasado cercano de un mes atrás que me gustaría recuperar para el presente, cuando nos encontramos con Elena Aitzkoa a través de la iniciativa de Kinu organizada por Ainara y Usue, y junto a muchas más que estuvimos ahí, en lo que fue una sesión de grabación, canto y poesía, un experimento colectivo, un recorrido junto a la ría, una posible película.
 


Eran las diez y media de la mañana de un sábado soleado en la plazuela que está justo debajo del puente de la autopista en calle Zamakola camino a La Peña, justo antes del Parque. Hace un mes habría dicho que cada persona elige sus propios escenarios de vida, sus naturalezas, sus paisajes, sus lugares de paso. Es difícil hacerse a la idea de que en estos momentos ya no es así, pero durante los primeros meses de este año, Elena había escogido este lugar para dialogar con el paisaje por medio del canto y la escritura. Y esa mañana de sol, la acompañaríamos en una jornada de grabación. 
 

Lo recuerdo más o menos así, un arco de hormigón colosal en contrapicado que se curva sobre la ría a una altura de cuarenta y cinco metros. Una especie de techo extraño que cruza el cielo, atravesado por la circulación constante de coches. Un espacio abierto y sin embargo, en recogimiento bajo esta estructura. El sonido del agua. El lugar parece inalcanzable ahora y vuelve a mi memoria como realmente bello, donde la ría y el río –como menciona ella– se encuentran a la altura del puente de la autopista. Recuerdo que a simple vista, la ría parecía un río que se adentraba hacia la ciudad. Las aguas avanzaban recogidas por la marea baja, dejando al descubierto las piedras aterciopeladas de musgo, intensamente húmedas que se esconden y dejan ver, cíclicamente, con el flujo de las aguas. Nos dirigimos ahí guiadas por Elena, bajando por una rampa al costado de la ría. Éramos un grupo de doce personas o más y varias de ellas fueron llegando poco a poco en el transcurso de la tarde. Nos habíamos reunido el día anterior en el espacio nuevo de Ainara y Usue en calle Iparraguirre, una lonja prometedora de tres plantas que antes fuera una tienda de aire acondicionado. Quedamos aquella tarde para organizarnos con las cámaras y grabadoras de sonido, quién traería qué, y después de echar un vistazo juntas a algunos vídeos, Elena nos propone leer sus poemas, incluso cantarlos, quién quisiera. Varias de nosotras ya nos conocíamos, pero muchas caras nuevas aparecieron en ese encuentro con deseo expectante de lo que pudiera suceder al día siguiente.

 

Nos adentramos como pudimos hasta el borde del agua, a la suerte de nuestras pisadas por piedras resbaladizas. Tomamos un tiempo en situarnos, en situar cámaras y grabadoras. Yo mantenía una distancia observadora del grupo, a ratos más a ratos menos. Iba con la misión de escribir un texto de la experiencia, iba en contra de mi estado de salud que en esos momentos no era bueno pero que de alguna manera, me mantenía en un continuo y exacerbado estado de conciencia del cuerpo sintomático con el que me encontraba. Llevaba más de una semana afectada sin poder determinar del todo que se trataba de una infección urinaria y aunque recién había tomado los antibióticos prescriptos, a veces, no sólo con medicamentos y reposo se cura la enfermedad, sino que también con un tránsito de imágenes simbólicas que movilicen, por ejemplo, nuestras aguas internas, nuestras circulaciones emocionales. Así es que de alguna manera, opté por estar ahí ese día, a pesar de mi cuerpo y a favor de de él. 
 


Vestida de negro, Irantzu, se sienta como sirena sobre una gran piedra verde. Lleva consigo uno de los poemas de Elena traducidos al euskera y está lista para leerlo, mientras las cámaras se sitúan. Algunos de los poemas habían sido traducidos por Josu, que en ese momento sostenía la grabadora de audio junto a Amaia, ambos mantenían la pértiga del micro en alto, intentando captar la voz de la lectura por sobre la voz de la ría, cosa difícil, ya que todas las lecturas y cantos de ese día estaban absorbidas por esas aguas. Es extraño pero obvio, el hecho de que el agua siempre canta insistentemente fuerte, llevándose consigo lo que sobra, impregnándolo, diluyéndolo, haciéndolo propio con su movimiento, como algas bailando entre las piedras.

 

Entonces estaba la chica rodeada de cámaras, leyendo una y otra vez el poema. Visto desde lejos o desde el punto de vista de esta observadora, resulta imposible separar los cuerpos cámaras de su objetivo, igual de imposible que separar la performance de la grabadora de sonido del recording de las voces. Esto es algo que me inquieta bastante de los sets de filmación, todo ese momento vivo e inseparable de los cuerpos presentes que a posterior casi siempre queda invisible en la cultura del frame. Como esa tensión física de quienes registran por ejemplo, sus cuerpos resistiendo con quietud o pulso, incluso la respiración si es necesario para lograr un encuadre, o para no joder un registro de audio, u otros momentos, como Elena paseándose como una loba fuera de cámara pero muy adentro de sí misma, con un exceso de presencia que es difícil de registrar. Tal vez, estos son los momentos en que me reconcilio levemente con la pintura, desde este punto de vista semi-distante y envolvente, o con la propia subjetividad de la escritura que consigue situarse extremadamente cerca y lejos, siempre con ese anhelo de tocar. 

 

     


Filmar en el afuera, es algo así como un ejercicio de geolocalización, de exploración de los puntos de vista que ese lugar ofrece y de comprensión del movimiento de los cuerpos en ese lugar específico, ¿dónde está el este y hacia dónde se pondrá el sol?

Elena y Mireya están sentadas a la sombra del puente, una al lado de la otra sobre una piedra con piel de musgo. El brazo de Elena rodea a Mireya por el hombro y la invita a cantar con ella. La chica la acompaña en silencio, como si escuchar fuera un gesto de sujeción de la otra persona, al igual que las cámaras que rodean este momento de cerca, parecieran sostener un instante sumamente íntimo. Qué belleza la del río cuando paseo contigo… canta Elena a la chica, como si le revelara su relación secreta con ese lugar… y la ciudad se evapora cual mariposa embrujada que a la noche abre sus alas y mi alma por fin nace y se mezcla con las ramas… La voz emerge de su boca con nostalgia, como un aullido lento, como una fuente que vuelca su canto sobre el oído de su compañera, sobre las cámaras, sobre las piedras, sobre sí misma, mientras el sonido del río a su espalda hace de murmullo acompañante que se lo lleva todo.

 

El puente proyecta su sombra sobre nosotros, nos enfría a eso de las doce del mediodía, nos vemos obligadas a desplazarnos a una orilla más seca. Yo observo entre los árboles cercanos, casi arriba de uno como un gato escapando del agua, agarrada a su tronco, siento debilidad y me como un plátano, no quiero pensar en la palabra fiebre. Nos situamos en un pequeño muro de contención de las aguas que en esos días se encontraba a salvo de la humedad. Ander, Irantzu, Aizpea, Mireya y Elena se sientan en el lugar improvisado para la siguiente toma. Las que estaban ahí sabrán que estoy editando momentos… es así. Mi fidelidad a los hechos es cuestionable, en parte por la fiebre de ese día, pero sobre todo ahora, que el presente ocupa tanto espacio al momento de escribir esta memoria. Sin duda, el presente es demasiado contagioso de sí mismo y omite momentos que no son menos valiosos, pero el ansia por ciertas imágenes es parte de un proceso de sanación y a veces bebemos más directamente de ciertas imágenes como ésta, en la que Ander, Irantzu, Aizpea, Mireya y Elena, se amontonan unas con otras para cantar en coro. Es un canto lánguido, largo, Qué belleza la del río cuando paseo contigo… otra vez, mientras los cuerpos se acomodan en este canto, brazos, manos, codos, hombros, buscan apoyo entre sí, acoplándose. Las voces encuentran un tono común y a ratos las palabras se pierden, se asemejan más al sonido del río, como si se distanciaran de las personas que son y entraran en un estado más acuoso, melancólico y cargado. El silbido de la loba se despega de todos los demás sonidos hacia el cielo, hacia la curva del puente. Me parece que todo se inunda de su estado anímico, ¿pueden las cámaras y las grabadoras registrar ese suspenso? No lo sé. 

 

Debo encontrar un baño y un café urgentemente. Así es que mientras el grupo se distiende y el ojo macro de Andreas explora con rigor el detalle de un tronco seco en el suelo; Ainara, que grababa la toma desde lejos vuelve a acercarse y Santiago, descansando la postura de la cámara, busca un lugar con más sol; yo migro por el café para llevar más cercano –una cafetería kebap que hay en La Peña–, el primer café en un par de días. Al regresar, me encuentro con Marion y la pequeña Kata amarrada a su pecho, durmiente. Nos quedamos en la rampa absorbiendo el sol, mientras observamos cómo el grupo ha quedado a la sombra del puente por segunda vez. Es hora de salir de ese humedal a orillas más secas. El plan es continuar por la ladera interior de la ría.

 

      


Había una persona que vivía bajo el puente de la autopista, tenía su casa montada en la base de la curva de hormigón del puente hacia el lado de La Mina del Morro. La había construido con cartones, maderas, plásticos, parecía llevar varios años allí, en su propia frontera. Me pregunto que será de ella, seguramente la habrán desalojado a la fuerza y obligado a habitar un albergue, como si no tuviese hogar. El puente sin duda era un techo para todo lo que ocurría debajo de éste y si apenas te desplazas levemente de su contorno, todo lo que lo rodea es urbanismo de jogging y mascotas. No dejo de pensar cuantas veces hemos escuchado últimamente las palabras “escenario” y “curva”.
 

Nos sentamos en la rampa un poco más allá para comer. Era un sol de febrero como para no creérselo. Como si el mundo ya se hubiese acabado y el invierno no existiera más, y ahí estábamos disfrutando del cambio climático, compartiendo una tortilla de patatas y un cajón de fresas fuera de temporada que Usue consiguió de camino. Estábamos achicharrándonos con gusto, echadas en el suelo conversando, observando el paisaje, el agua, el puente, cubriéndonos la cabeza o quitándonos la camiseta. Yo en mi fragilidad, me sentía contenida o me parecía que el mundo todavía tenía ganas de contenernos como especie. El grupo había crecido, éramos unas quince o veinte ahora. Nuestras cosas, la comida, las frutas, las botellas de agua, estaban desperdigadas por el suelo al igual que nosotras. De a poco nos empezamos a incorporar de ese trance de verano, mientras Marion se prepara para la siguiente lectura. Casi sin notarlo, ya estaba de pie al borde de un muro de contención con el puente a su espalda, leyendo uno de los poemas con el pelo suelto y gafas de sol, …dependiendo de la luz o de la hora del día, al pasear pordonde la ciudad se quiebra, el puente de la autopista, donde la ría es aún río… –leía junto a los pájaros–. Marion se quedó en un silencio prolongado por varios minutos. Nosotras observábamos atentas cómo su silencio se iba acentuando y mezclando con las aguas que habían cambiado de ritmo en ese momento, aguas arrulladas por la quietud y por la hora del día, transformándose repentinamente el río en ría. Subiendo el agua lentamente, silenciosa. En cuestión de minutos el sonar incansable del agua se había transformado en una taza de té.

 

A estas alturas del día, muchas cosas habían pasado y muchas otras continuaron pasando. Pero yo ya no tenía más energía después de cinco horas de atención, así es que decidí ir por un último té para recargar mi despedida y vuelta a casa. Regresando de la cafetería kebap, me detuve en la pasarela que cruza la ría al comienzo del parque, todavía llegaba buen sol. Desde allí conseguía ver al grupo medio desperdigado por la orilla, filmando a alguien recostada en la inclinación de la ladera, leyendo hacia el cielo, algo de sequía después de tanta agua. Pequeñas figuras humanas dispersas, cámaras y cuerpos hacia distintas direcciones, parecía que las cámaras habían tomado autonomía y podrían estar haciendo cualquier cosa. Tomé una foto como para cerrar mi jornada en el lugar, era una foto rara debo decir, un poco forense, demasiado distante o más bien, demasiado afectada. El sol aún pegaba fuerte pero la sombra era cada vez más fría. Había subido la marea, si te acercabas con macro a la orilla, podías ver la línea del borde dibujándose a sí misma, creciendo, devorando las piedras con musgo que a la mañana nos hicieran resbalar. Pienso en esta extraña sensación de que nuestro tiempo se ha quebrado y que sus esquinas no están consiguiendo reencontrarse la una a la otra. Pienso en la brecha que existe entre este relato y todo lo que sucedió ese día, todo lo que me perdí y lo que creció en el camino y pienso en las diferentes intensidades desde las cuales un cuerpo afectado puede llegar a relatar una historia. Este es un cuerpo del pasado cercano, que como texto, retorna a un presente alterado en el que todas compartimos una especie de conciencia febril de la realidad. Aquel día yo llegué hasta ahí, hasta la foto desde la pasarela, pero ellas, el grupo, siguieron mucho más allá. 

 
Dicen que continuando por la ladera de la ría, se llega a un acueducto interesante que llega hasta debajo de la carretera. Dicen que entraron a ese túnel y que en la medida que avanzaban el agua llegaba cada vez más arriba hasta que ya no se podía seguir. Como estaba oscuro, las cámaras casi no podían captar imágenes, sólo el sonido de los coches en esa garganta profunda y que podrían ser fácilmente confundidos con los intensos latidos de un corazón. Dicen que el poema y el canto de Elena habían vuelto a su estado de silbido, de soplo. Dicen que en cualquier caso, se encontraron con una mochila de la cruz roja lista para ser usada.